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No nos mires, ¡únete! - The indiscreet window

Las manifestaciones públicas suelen levantar pasiones y curiosidad por partes iguales. El mundo actual está inmerso en una de esas etapas de inestable estado de inquietud que invita al "wait and see" y que multiplica por doquier el descontento popular. En algunos rincones del mundo este descontento se traduce en revoluciones, en otros dimana en golpes de Estado y en la gran mayoría se acrisola y condensa en el medio de protesta más universal y democrático: la manifestación.

En España, la mezcla de crisis económica y social, acompañada de la ración oportuna de falta de confianza generalizada, está fraguando la temida huelga general. Dejando de lado las cuestiones relativas al sentido de Estado, hay razones suficientes para salir a la calle. Pero no son razones nuevas. La crisis que vive España está relacionada con la escasa talla moral de su clase política, con el clientelismo secular, con el amiguismo rampante y con la voracidad de una parte de la sociedad que ha descubierto dos grandes misterios: que es mejor vivir sin trabajar y que se puede (podía) vivir bien aprovechando la hasta ahora inagotable "teta" del Estado.

En España se sufre una crisis social que ha alentado y reforzado la crisis económica mundial. Quienes se lanzaron a comprar pisos en una orgía egoísta lo hacían, en el 80% de los casos con dos certezas: que no prodrían pagar la vivienda adquirida y que comprarían esa vivienda como objeto de mercado, esto es, para revenderla -con mayor claridad, para especular con ella-. Su egoísmo, la voracidad imperturbable de la banca y la irresponsabilidad de los políticos han traído a España a la situación límite -camuflada pero límite- que vive.

Ante las crisis, la sociedad necesita siempre víctimas propiciatorias para su propia hecatombe. El sacrificio implica que el político -ese ser despreciado y despreciable que vive a costa de los demás sin otro mérito adquirido que el de conocer a alguien- busque contra quién lanzar la ira popular; de otro modo, esa ira podría volverse contra ellos.

La víctima propiciatoria elegida por los discípulos viles del bochorno que dirigen la política nacional o se instalan de forma cíclica en el turnismo de la oposición ha sido la Función Pública. Durante unos años todos los males de este país han tratado de centrarse en los funcionarios; y esa demonización gusta al público sediento de circo, leones y sangre. No hay mejor carnaza para la sociedad herida que el aprovechado funcionario que vive a costa de los impuestos y que como todos saben (?) se dedican a ir de compras y a tomar eternos cafés. Nadie se ha detenido a preguntarse si los males de los que se les acusan son reales; ni siquiera si las acusaciones son justas, tienen el más mínimo fundamento o simplemente se trata de una injusta y vil generalización.

Que existe una inflada masa funcionarial improductiva es cierto. Que esta "flebitis pública" es un problema, tampoco deja de ser cierto, pero más realista es aún que la solución no pasa obligadamente por el recorte de derechos o la estigmatización, sino por algo tan sencillo como la reubicación de efectivos y la racionalización de los servicios. Amputar antes de localizar la gangrena puede ser un ejercicio tan ignorante como peligroso.

El 7 de Febrero la masa funcionarial salió a la calle arropada por el segundo de los males que aquejan a este país: los sindicatos. Parecía aquello más una parada militar de algún Shogun japonés, con sus banderolas (muy caras todas ellas) ondeando al viento, con sus afiliados reunidos por grupúsculos y colores y con sus consignas hueras. La protesta multitudinaria comenzó de forma tan desordenada como falta de coordinación. La cabecera en la trasera, al menos tres puntos de partida diferentes: Neptuno, Montalbán y Cibeles. La nota de color, como siempre, la de los bomberos, esos abnegados servidores públicos, tan valorados como queridos -sobre todo por las féminas, que una vez más clamaban y jaleaban a su paso-

La llegada a Sol culminó con un mitin sobrio, realmente no muy dotado de interés ni de "luces", leído frente a la sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid custodiada por varios furgones policiales. Pero no era la única vigilancia. Desde uno de los grandes ventanales de la "Casa de la Esperanza", un rostro quedo, femenino y serio, contemplaba desde su atalaya privilegiada, los fríos acontecimientos de la Plaza. No es posible saber si tras aquél rostro se escondía el deseo de participar o la mera curiosidad inherente al ser humano; quizás ambas cosas. Pero siempre ha habido altas atalayas y fortines roqueros desde los que divisar, en la cercanía (o en la tiranía opresora) del poder, los acontecimientos multitudinarios. Lo que quizás no supiese esta buena mujer es que quienes se encontraban allá abajo, en el arroyo, estaban defendiendo y reclamando también por sus derechos. Esa es la esencia de la democracia: el pueblo clama, incluso para quien no cree oportuno estar junto al pueblo.

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