Anarquía y revolución - Anarchy and revolution
La sociedad española, para algunos, vuelve a demostrar su temple ante una Huelga General; para otros, el temple se traduce en cobarde incapacidad. A unos y a otros no les falta razón.
Vivimos tiempos convulsos en los que el desánimo y la desesperanza campean por sus dominos que, en España, fueron los de las inmobiliarias, los coches de lujo y la vida desatada bajo el camuflaje del Estado del bienestar.
España, con más de cinco millones de parados, responde a una Huelga General con el mismo tono lánguido, desapasionado y festivo que empleó para las manifestaciones previas. Este hecho, loado por algunos sectores como parte de una demostración de madurez de nuestra democracia, esconde sin embargo una inquietante realidad.
Si el desempleo es sinónimo de desesperación y si ambos cohabitan un espacio de crisis, no es comprensible, con un panorama inmediato bastante oscuro que la respuesta social a una de las reformas laborales más duras y difíciles de la historia contemporánea española muestre un perfil tan bajo y ambiguo; tan festivo y cómico a un tiempo.
La lectura es, empero, simple. La credibilidad de los sindicatos (los mismos que se han arrogado el poder de convocatoria a la concentración) en nuestro país es mínima. Los escándalos generalizados que salpican la vida política y sindical han sido tan habituales que parecen haber anestesiado a las mentes más críticas o peor aún, a la mente global de la masa -que es la que se esperaba que debía movilizarse-.
Pero no nos engañemos, la revolución jamás fue de las masas. Los cambios, del mismo modo, tampoco llegan por la petición mayoritaria. Estos dos axiomas históricos deberían movernos a la cautela. Los focos deslocalizados de violencia de las últimas algaradas públicas, bien por parte de las fuerzas de seguridad, bien por parte de grupos incontrolados o de ambos, han coincidido con espacios de reivindicación añeja: Valencia, País Vasco y Cataluña. Ha desaparecido del panorama reivindicativo la imagen vetusta del minero asturiano y de los fornidos trabajadores de los astilleros y altos hornos o la imagen curtida del labriego meridional. España se ha convertido en lo que Europa ha querido: un país de servicios enfocado al turismo (su turismo...una especie de cementerio de elefantes imposible)...y el turista no quiere jaleo y el empresario y el asalariado tampoco porque no son buenos ni para ellos ni para el negocio.
Del amanecer de barricadas generalizadas en las grandes arterias de acceso a las principales ciudades de los años 70 y 80 hemos llegado al atardecer de los bongos, timbales y charangas de este principio de siglo XXI...y así, han de reconocerlo tirios y troyanos, no se hace la revolución.
La revolución, guste o no, requiere el toque anárquico que la izquierda española, en connivencia con la derecha más rancia, se encargó de enmudecer hace décadas y que estoqueó mortalmente en el último decenio. Paralizada la anarquía y anulada la opción revolucionaria, solo la apuesta sindical y el turnismo político antipático y sucio se presentaban como la solución de (todos) los males de España. Esta patraña ha echado raíces tan profundas en la sociedad española que, ante una huelga general, ya no sabe uno si va al fútbol, si son los carnavales o si estamos a las puertas de la "madre de las batallas". Eso sí, la sensación que le queda al manifestante es agridulce: se lo ha pasado muy bien pero esto no vale para nada.
Sin que sirvan estas líneas para llamar a los disturbios, desde luego, debemos reflexionar. Es necesaria la introspección y el análisis meditado acerca del futuro de la zona Euro y en especial el futuro de España. Estamos ante el trágala más absurdo e hiriente. Nadie pide responsabilidades patrimoniales al conjunto de buitres que, disfrazados de banqueros, políticos y especuladores, nos han llevado al bajío en el que hemos embarrancado. Es más, todos ellos, como victoriosos salvapatrias, saltaron de las naves negras nada más tocar estas el arenoso fondo...y aquí nos han dejado. Ellos disfrutan, eso sí, de rescates públicos para sus bancos y de pensiones vitalicias para sus sátrapas señorías. Nadie pide, nadie exige responsabilidades. Estamos en el pais del todo vale; el país de la charanga y el jolgorio; el país de Ali Babá y su partida de cuarenta (mil) ladrones.
Y la revolución, parece muerta. ¿O está solo dormida?. Ambas cosas se antojan problemáticas. Si la revolución es un cadáver nos enfrentamos, sin duda, al más aciago futuro. Si está dormida, debemos temer su despertar pues ninguna siesta es buena en las tardes de verano y este verano de siesta del sentimiento revolucionario dura ya algunas décadas y podría regresar con hambre atrasada.
Si ayer lo cantautores glosaban el agitado mundo de las banderas "al vent", o si se glorificaba "la estaca", o si se hablaba de gallos negros y gallos rojos, hoy los cantautores se venden lo mismo a una promoción publicitaria de la derecha más rancia que a la más bochornosa de las vorágines crematísticas a través de la "asociación" de Ali-Babá y sus autores ladrones. Los que se retrataban con la ceja no han tenido la valentía suficiente, ni la decencia mínima, de salir al estrado a reconocer que dieron alas a un político soñador e irreal que nos ha convertido en el Titanic de la economía.
Si ayer los jóvenes se revolvían ante la incomprensión de sus mayores y sacudían el yugo de la autoridad a fuerza de pequeñas revoluciones, hoy las nuevas hordas juveniles sólo se preocupan por las revoluciones del motor de esos coches de lujo que ya no pueden mantener.
Algunos pequeños grupos tratan de mantener encendida la mecha de la revolución. Sus concentraciones dejan ver, sin embargo, la carencia generalizada de ideología -además de la carestía profunda de seguidores-. Y cuando no hay ideología, la lucha se convierte en violencia gratuita y esa opción retrógrada es, también, un dislate.
No les falta razón en sus coros vocingleros. No hay revolución con huelgas de un día. Para obligar a una parte a negociar hay que plantear la huelga sine die. Pero para ello hace falta la valentía viejuna de la que adolece esta sociedad. Plantarse implica arriegarse y si a algo nos ha enseñado el supuesto estado de bienestar es a no complicarnos la vida. La revolución que se haga sola o que la hagan otros. A cambio estamos dispuestos a renunciar a todo...incluida la legitimidad ganada con otras luchas y con otros talantes; también a la libertad ganada con otra sangre.
¿Habrá un brote de esperanza? Cabe dudarlo a la vista del ambiente festivo de este ensayo absurdo de revolución del 29 de Marzo. Todo ha quedado en charanga y festín...en asambleas que languidecen bajo la máxima de la no acción. En comités de gafa-pasta encantados de escucharse a sí mismos.
Pero hay otra forma de afrontar esta realidad. ¿Serán ciertos los cinco millones de desempleados?. Seguramente si. Seguramente exista un nutrido conjunto social que sufre privaciones, pero me niego a pensar que estas privaciones afecten a la mayoría, pues, en caso de privación, surge la revolución y creánme que si de algo peca nuestro horizonte más inmediato es precisamente de la ausencia de revolución.
Esta sociedad de paniaguados que algunos revelan como el éxito de la democracia más pura no es más que una evidencia, quizás de las primeras, de una sociedad con valores sociales diezmados, con la mente embotada y acomodada, más que nunca, en el tópico de la pandereta, la peineta, lo toros y el flamenco. Ese es el éxito de Europa: nos ha convertido en un país tapadera de sus ancianos decrépitos y en el deseado horizonte soleado del poderoso Oriente. Y este final es, si se me permite, trágico.