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Sangre, sol y lágrimas: Un anónimo en España

Casi 75 años después la historia sigue necesitando escribirse en muchos pueblos, carreteras, cunetas y cementerios de España. Las heridas, cuando cicatrizan mal, duelen, como el reuma. Miles de padres, hermanos, mujeres, niñas y jóvenes perdieron, en una lid desigual, sus nombres y apellidos para convertirse en esqueletos anónimos. Osamentas que tuvieron una voz, que estuvieron llenas de vida, de alegrías, de miserias, también de sueños, como el que a algunos les trajo desde muy lejos para reposar definitivamente en el olvido.

Grupo escolar Soledad Sainz, antigua escuela femenina que albergó, durante la Guerra Civil, el hospital militar de Colmenar Viejo.

Una calurosa mañana de mayo de 2012, los familiares del brigadista británico Arthur Dunbar, rastrean los últimos pasos de la que fue, como en muchos otros casos, la abnegada entrega de un joven por la causa antifascista en España; una España convulsa, fraticida, cainita, reflejo vil de lo que sería, unos años después, el calvario insospechado de una Europa, como siempre, demasiado condescendiente y en exceso convencida del valor de la democracia.

De Londres a Colmenar Viejo en pos del sueño de que Madrid fuese la tumba del fascismo. De Arthur Dunbar (cuyo gentilicio significa en gaélico “fuerte en la cima”) se sabe, incluso en el núcleo familiar, demasiado poco. Llegó a España envuelto en el sueño de la izquierda convencida de la necesidad de parar los pies a un fascismo cada vez con mayor representación en toda Europa. Pisó la piel de toro integrando las Brigadas Internacionales; lo hizo mayor para la media de edad de los brigadistas pues alcanzó España con treinta años.

De su periplo hispánico deja evidencia la única carta manuscrita que, a través del Socorro Rojo, hizo llegar a su familia desde Albacete. En aquellas líneas torpemente manuscritas a lápiz, se vislumbran los sueños de quienes luchaban en España; también las añoranzas de la tierra, el buen licor y los cigarros que tanto escaseaban en las filas brigadistas.

Cinco familiares de Arthur se embarcaron hace unos años en la búsqueda de su familiar. Cuando uno muere lejos del hogar y no hay siqueira un espacio de tierra en el que ir a honrarlo y recordarlo, el entorno más próximo teje, con hilos invisibles, la historia paralela. Estas historias familiares se hacen con retazos de verdad y con el deseo último de que lo que vino a buscarse a tierras lejanas, bien debería valer una vida. Hoy, Tony y Carol Bartholomew, sobrinos de Arthur, acompañados de Roy Ellis, el esposo de esta última y dos familiares más, junto a un historiador británico y Ernesto Viñas, especialistas en las Brigadas Internacionales, han recorrido los campos de Brunete, el cruento, desolado y tórrido espacio en el que Arthur fue herido de muerte. Después, siguiendo el triste recorrido que éste hiciese en 1937, alcanzaron Colmenar Viejo, localidad serrana donde se ubicaba el Hospital Militar del Primer Cuerpo de Ejército de la República, uno de los centros de asistencia donde eran evacuados, siguiendo un protocolo reglado, los heridos en combate durante la batalla de Brunete. Arthur combatía frente al paraje de Romanillos -en manos rebeldes-, con el río Guadarrama a sus espaldas, unos kilómetros al Este de la confluencia con el río Aulencia.

El Hospital de sangre contaba, según la documentación militar, con más de 100 camas y unidad quirúrgica, así como con la posibilidad de realizar transfusiones de sangre mediante el sistema móvil de transfusiones puesto en marcha por el equipo médico canadiense a las órdenes de H.N. Bethune, o, según otros, por el doctor británico de origen español, Frederic Durán-Jordà-. El hospital militar ocupaba el espacio del centro escolar femenino Soledad Sainz. Se trataba de un notable edificio de piedra berroqueña con dos plantas y bajo-cubierta, construido en el solar donado al Ayuntamiento por Doña Soledad años antes del inicio de la Guerra Civil.

Qué doloroso trance el de ver cubiertas de sangre las paredes albas que antes manchasen las niñas en sus juegos infantiles; sangre derramada por quienes vinieron en pos de un sueño a luchar por una libertad que consideraban mancillada; por una libertad que creían en peligro.

Los familiares de Arthur Dunbar son atendidos por Dª Inmaculada Viñoles Riera, Concejala de Educación del Ayuntamiento de Colmanar Viejo, frente a la fotografía de Doña Concepción Sainz, donante de los terrenos donde se ubica el Grupo Escolar

Aquél 14 de Julio de 1937, a las siete y treinta minutos de la tarde, fallecía, a causa de las incurables heridas sufridas en combate, el soldado Dunbar, encuadrado en la 15 Brigada -también llamada Abraham Lincoln-, 2ª Compañía del Batallón Inglés, al mando del Coronel Janos Galicz y el capitán inglés George Nathan y en la batalla de Brunete bajo el mando de Jack Cunningham. Nada más se consigna de este hombre, quien seguramente no pudo dar más fe de su vida antes de entregarse al relajamiento de la muerte. Según el acta de defunción, copiado del oficio remitido por el Director del Hospital, Arthur fue enterrado en el cementerio del pueblo al día siguiente de su muerte.

Carol muestra a la Concejala de Eduación de Colmenar Viejo el acta de defunción de su tío Arthur Dunbar

Aquella batalla se cobró la vida de 1500 de los 2500 hombres que formaron la XV Brigada; bajas que se unían a las más de 1000 que unos meses antes había sufrido la brigada en el frente del Jarama. De los 331 voluntarios del Batallón Inglés que iniciaron la batalla el 6 e Julio, tan sólo sobrevivieron 42 hombres.

Para descanso eterno de Arthur y tantos otros soldados, un pedazo de tierra sin lápida, sin distinción de nacionalidades ni procedencias, sin otra señal que indicase, para un postrer futuro, que allí yacía un combatiente más de la libertad; quizás para quienes echaron tierra sobre su maltrecho cuerpo ya no había esperanza de un mañana en libertad; quizás Arthur no fuese más que otra de las piezas inútiles del absurdo ajedrez que es la guerra.

El sol golpea pleno, en vertical, las cabezas de Carol, Tony y Roy. Pesa el día a las puertas del camposanto repleto del vacío que deja la muerte. Un bosque de cruces, angelotes y silencio arde en la cálida tarde serrana. Como un fúnebre cortejo los familiares se acercan al espacio reservado para quienes murieron sin confesión, suicidas o ajusticiados. Separado del camposanto consagrado se extiende el pedazo de tierra que reglamentariamente corresponde a quienes no abrazaron la ley de Dios. A ellos no les esperaba más que una fosa común; una suerte de infierno de perdición donde el ser humano pierde su condición y dignidad como castigo por pecados imaginarios impuesto por la jerarquía eclesiástica dominante y tan querida por el Régimen vencedor.

La "comitiva" británica en la entrada del cementerio de Colmenar Viejo. El siempre difícil momento de encarar la visita al lugar de reposo de un familiar

Aquél espacio sin consagrar, discreto como todos, minúsculo y desprovisto de adornos, como todos, sirve de referencia para quien considera que la verdadera bondad divina no reside en los sepulcros relucientes ni el oropel de barrocas tumbas, sino en el sencillo remanso de tierra donde el cuerpo regresa a la madre querida que lo entregó a la vida.

Pero ha querido el ser humano que la maldad de aquellos tiempos perdure y para evitar excavaciones tan molestas como necesarias, la infame Iglesia ha decidido solar con cemento aquél espacio que ahora asemeja más la terraza de un viejo edificio que el digno sepulcro de quienes murieron con ideas diferentes a las del poder. Una farisea lápida recuerda la memoria de todos los que reposan en este lugar. Sin sacarlos de su anonimato, un adorno floral de plástico, recuerda tímido a los que lucharon por un sueño que nosotros hemos disfrutado.

Pero bajo este infame cemento hay una tierra fresca, liviana, empapada de sangre y lágrimas de quienes no pudieron elegir destino. Hombres y mujeres como Arthur, con nombres y apellidos y una historia que contar; una historia que la narración oficial, siempre mentirosa, hurtó a los suyos: los mismos que hoy, más de setenta años después, riegan con la emoción de sus lágrimas el suelo que abrazó los últimos sueños de la libertad.

La historia tiene una deuda de gratitud escrita con pólvora y sangre en las cunetas, en las tapias vergonzosas de cementerios y edificios fabriles, en los rincones alejados del olivar, o entre las encinas tupidas de la sierra. España tiene, toda ella, una deuda de gratitud con quienes dejaron atrás sus sueños y entregaron su vida en una guerra estúpida como todas las guerras. Pero no por inútil, su sacrificio debe seguir velado. Es una ignominia, una vergüenza desoladora, que España continúe teniendo miles de tumbas mudas dispersas por los campos de esta piel de toro que a veces, por cobarde, parece más vellón de oveja.

Carol, profundamente emocionada, ante el espacio hormigonado que alberga los restos, hasta hoy desconocidos, de su tío Arthur. Una mísera lápida general glosa un espacio dedicado a la muerte; un espacio que debería glosar también, la generosidad y el heroísmo

No es cuestión de colores, ni e ideas; no es cuestión de vencedores ni e vencidos, es sencillamente cuestión de lógica que España devuelva de ese limbo absurdo y cruel a los que no cayeron por Dios ni por la España que soñaron otros pocos. Un país cuerdo y orgulloso armaría de palas y picos a sus ciudadanos y les conminaría a surcar los márgenes de las avenidas, los bosques recónditos, los parajes viles para desenterrar de una vez el más vergonzoso pasado que una nación puede arrastrar. Debería ser una cuestión de Estado conseguir la completa recuperación de estos cuerpos y en la medida de lo posible la devolución de su identidad a quienes, obligados por un pasado atroz, injusto e injustificable, yacen sepultados en el olvido.

Que el viaje de Carol, Tony y Roy no sea sólo un intento de comprender lo incomprensible depende de la cordura de todos. Porque hoy ellos ya no están, pero Arthur sigue allí, bajo una tierra pesada que le niega el simple espacio de su nombre. Que ni él ni ninguno de sus camaradas de armas o de sus obligados compañeros de fosa carezcan de nombre es una obligación de todos, independientemente de lo que pensemos sobre su aventura, sobre su vida o sobre su muerte. Porque con ellos, que lucharon por un sueño, no murió el sueño de la libertad, porque ésta es inmortal.

In memorian Arthur Dunbar y sus camaradas de armas muertos en la Batalla de Brunete.

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