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Llámame fotógrafo de guerra

“Necesitamos seguir molestando a los poderosos, a los magnates de la guerra, a los sicarios de la voluntad. Necesitamos retratarles para que el mundo no olvide jamás que son unos asesinos”

Sombras de milicianos en las barricadas de Kiev © Czuko Williams

Un día triste en el que se confirma la muerte de dos compañeros más. En Ucrania, Andrei Stenin, con quien compartí carreras, tés y muchas charlas en la cobertura del Euromaidan de Kiev y en Siria, Steven Sotloff, asesinado de forma cruel por miembros radicales del Estado Islámico. No puedo negar que me costaba dejar de pensar en ellos o en Jim Folley mientras escribía estas líneas.

Llámame fotógrafo de guerra, por dos sencillas razones. Porque entre otras noticias cubro conflictos y guerras y porque, lamentablemente y muy a nuestro pesar, las fotografías de una guerra son de las que más trascienden y las que más venden. Y este, es mi negocio, además de mi pasión. Hago fotografías para contar historias y para venderlas. Decirte lo contrario sería estafarte o contarte una milonga filosófica e “hipnopédicamente” correcta.

Entre muchos aspirantes a fotoperiodista, e incluso entre muchos profesionales consagrados, nada ha disparado ni dispara más el imaginario y la adrenalina que la posibilidad o el deseo de ir a cubrir un conflicto o una guerra. Decir lo contrario es, sencillamente, mentir. Sin generalizar, sin personalizar, sin hacer de esto dogma. Sencillamente es algo que la Historia de la fotografía pone en evidencia desde sus orígenes.

Si algo ha podido relacionarse con la eclosión, la propagación y la posterior consolidación del reporterismo, esto ha sido la guerra. Señalarlo así, de forma tan cruda, puede resultar inquietante, pero es que por encima del deseo documental, por encima incluso del ímpetu notarial que empuja al fotorreportero a desplazarse a un conflicto, se impone algo tan químico como la adrenalina; algo tan humanamente comprensible como la ambición y el deseo de aventura. Como decía, quiero contar viviendo una aventura y, por supuesto, quiero vender mi trabajo y que tú accedas a él de la forma más completa posible. Por eso multiplico el espectro de mis “impactos” visuales: publicaciones, reportajes, charlas, talleres y todo aquello que, manteniendo el estándar de calidad que cada uno nos ponemos, sirva para contar una historia obteniendo un beneficio. Ese es mi trabajo. Así me gano la vida.

Pese a que las calles están llenas de imágenes; pese a que las revistas y periódicos vomitan desde la primera década del siglo XX toda suerte de imágenes, el cenit de la fotografía de prensa se ha establecido siempre en torno a los desastres y, por encima de todos ellos, en torno a la guerra. Si cerramos los ojos y nos dejamos llevar por el acto de rememorar imágenes que nos han impactado, el 90% de nosotros habremos captado como primera impresión onírica una imagen asociada, de un modo u otro, a la guerra, al conflicto o al desastre. Algunos dirán que esto es debido a su carga dramática; otros hablarán simplemente del morbo humano; los más no sabrán siquiera por qué esa ha sido la primera imagen que vino a su mente.

Secuencia de imágenes que vinieron a mi mente al realizar el ejercicio de visualización sobre fotografías que me han impactado. © J.Rosenthal, © F. Fournier, © N. Ut, © E. Adams, © Reuters

El deseo narrativo en forma de imágenes podría rastrearse incluso hasta la Prehistoria. Concretamente hasta las primeras guerras “de colonización” que enfrentaron –curiosamente en el levante Ibérico- a las últimas tribus de cazadores- recolectores con los primeros colonos neolíticos. El denominado Arte Levantino parece simbolizar el acta notarial de una sociedad arcaica que se enfrentaba a su extinción a través de la guerra. Una sociedad en la que las escenas de caza y naturaleza que conformaban el ideario cosmogónico, se vieron trastocadas por un mundo en conflicto. En él, decenas de arqueros se enfrentaban estratégicamente. Grupos reducidos de individuos “ajusticiaban” a un enemigo. La guerra robó el protagonismo al bucólico paisaje y sirvió de cierre al ciclo de un arte y de un modelo social que sólo se mantuvo, ya en pequeños y aislados reductos, donde la codicia no tenía mucho que ambicionar.

Salvado este actualismo oportunista, la guerra, junto al catastrofismo visual, se asociaron pronto a la irrupción del reporterismo gráfico en la Prensa. Las imágenes de soldados, formaciones militares o campos de batalla atestados de cadáveres se convirtieron, en los albores de la fotografía, en algunas de las primeras piezas periodísticas ilustradas. El fotógrafo era una especie de aventurero que se protegía de la violencia y del dolor detrás de su enorme cámara de placas. La fotografía como barrera. La imagen como anestesia. La violencia como leitmotiv de la “nueva información”. El horror retratado como protesta silente a la barbarie.

Si la “Vista desde la ventana de Le Gras” tomada en 1826 por Nicéphore Niepce fue una de las primeras fotografías de la historia, tan sólo veinte años después ya vemos a un fotógrafo, movido por el interés documental de la guerra, retratando la entrada de los Dragones americanos en la localidad mexicana de Saltillo. Desde entonces, la fotografía bélica vivió un vertiginoso desarrollo. La Guerra de Crimea (1854-1856) fue cubierta por fotógrafos más o menos desconocidos como Caranza, Tannyon, Elliot, Nicklin o Fenton, algunas de cuyas imágenes son difíciles de olvidar, como aquél desolado paisaje del “Valle de la Sombra de la muerte” plagado de proyectiles de cañón tras la batalla. Después son ya decenas los nombres de fotógrafos desplazados a los frentes de combate, la mayor parte de ellos como profesionales remunerados que convirtieron su pasión documental en su profesión o que, seguramente más acertado, convirtieron su profesión en un modo de documentar. Así se cubrieron las guerras indias (1857), la segunda guerra de la independencia italiana (1859) y la Guerra Civil americana (1861-1865) de donde procederían algunas de las primeras imágenes de campos sembrados de cadáveres, o el levantamiento Sioux –conocido como Guerra de Dakota (1862)-, de donde procede la que podría ser la primera imagen de refugiados desplazados por un conflicto.

“Llámame fotógrafo de guerra (…) este, es mi negocio, además de mi pasión. Hago fotografías para contar historias y para venderlas. Decirte lo contrario sería estafarte o contarte una milonga filosófica e “hipnopédicamente” correcta”

Dragones americanos en El Saltillo. "El Valle de las sombras de la muerte" (R. Fenton), Batalla de Gettysburg (O'Sullivan), Exhumaciones de Cold Harbor (J. Reekie), Colonos escapando de la violencia india durante la Guerra Dakota.

De los primeros contratos y encargos realizados por ejércitos y Estados para documentar posiciones o avances militares se pasó, de forma rápida, a la cobertura periodística. El encargo basculó de un gobierno a un Medio. La opinión pública, sobresaltada por las imágenes de muerte y destrucción o impactada por las fotografías que ponían nombre y rostro a los supervivientes mutilados en la guerra, como las obtenidas por Howlett y Cundall en su “reportaje” sobre los héroes de Crimea, consumía sin pausa su dosis de lejana barbarie. Y quería más. La imagen como documento, como testimonio, como memoria. El soldado estático, aseado, apuesto y bien uniformado de la fotografía de estudio, encuentra su reverso cruel y documental en los cuerpos mutilados que nos entrega la Primera Guerra Mundial. Campos de devastación, trincheras del horror, cadáveres que parecen dormidos en un paisaje lunar. La imagen como antídoto de la barbarie humana, de la sinrazón, del salvajismo.

Von Williams, Henry Burland y John Connery, héroes mutilados de la Guerra de Crimea (R. Howlett y J. Cundall)

Soldados muertos en las trincheras del frente de Verdún durante la I Guerra Mundial

Russell, Brady, Gardner, Barnard, O’Sullivan, Gibson, Reekie, Cook y Smith serían durante la Guerra Civil Americana los Capa, Taro, Seymour, Horna, Reiner o Centelles de ese ensayo de la locura que fue la Guerra Civil española; los Chapelle, Huet, Daas o Burrows de Vietnam, fueron los Hetherington, Hondros, Ochlik o Folley de las recientes “revoluciones árabes”. Nuevos equipos y nuevas tecnologías para viejas imágenes. La sangre sigue manando igual de un cuerpo herido. Ha cambiado la película sensible a la luz por el sensor digital; se han perfeccionado los métodos de autoprotección y las armas, pero la muerte sigue dejando imágenes parecidas. Las decapitaciones de hoy, esas que parecen tan novedosas y heréticas nos impiden recordar las numerosas amputaciones de ayer perfecta y sádicamente documentadas entonces. El espectador no siente repugnancia cuando su ración de horror se la sirve un terrorista en vez de un periodista. La imagen como valor en sí, independiente de la fuente, independiente incluso de su veracidad. El espectador quiere su ración de información y de horror. No es su labor discernir sobre fuentes, certezas o verdades. Solo consume. El atavismo documentado por diferentes métodos en diferentes escenarios, pero en esencia, violencia sin más.

Podemos cansarnos visualmente de las puestas de sol, de las escenas salvajes, de los paisajes, de los retratos, pero el ojo y la mente humana jamás se cansan visualmente ante la barbarie. Nada hay más repetitivo que la muerte en el campo de batalla. Nada hay más manido que las enormes colas de refugiados. Nada hay más fotografiado que los hospitales llenos de heridos o de niños moribundos, pero cada imagen del horror le parece al cerebro nueva. He ahí la esencia del éxito de la fotografía de guerra. La misma muerte es, en cada ocasión, una muerte nueva. El cerebro consume y olvida. Despierta y no recuerda en qué lejano rincón de su mente depositó su ración de horror. Listo para consumir una nueva.

"El soldado estático, aseado, apuesto y bien uniformado de la fotografía de estudio, encuentra su reverso cruel y documental en los cuerpos mutilados que nos entrega la Primera Guerra Mundial"

Ahora bien, si no podemos negar que la fotografía ha estado asociada a la guerra, como medio de propaganda y como medio de información, tampoco podemos obviar que, por encima de todo, la fotografía se ha ligado a la guerra como medio de vida. Bob Capa se lo recordó a un sorprendido Cartier Bresson cuando le conminó a que se dejase de arte y se convirtiese en reportero gráfico –que en aquella época era poco menos que decirle, “venga Henri, viejo amigo, búscate una guerra o alguna catástrofe en la que plasmar tu arte”

Muchas de las más prestigiosas revistas ilustradas del siglo XX se lanzaron o conocieron sus mejores momentos gracias a la guerra. Muchos de los grandes fotógrafos de prensa se curtieron en los campos de batalla durante la Segunda Guerra Mundial o en las guerras de Indochina, Corea y Vietnam, o más recientemente en los Balcanes, Ruanda, Chechenia, los territorios palestinos, Iraq, las revoluciones árabes, Ucrania, Malí o la guerras de Afganistán y Siria. Muchos, en ocasiones algunos de los mejores, rubricaron con su sangre sus últimos trabajos. Quiero pensar que mereció la pena.

Por eso hay que reivindicar al fotógrafo de guerra. Porque la guerra es sucia, fea, está llena de sangre, de miseria, de escombros, de peligros, de inmundicia. En la guerra se ve lo peor de las personas, pero también se escriben algunas de las páginas más hermosas de la Historia. Si el fotógrafo siente vergüenza de la guerra ¿por qué corre hacia ella?. Hay que reivindicar al fotógrafo de guerra precisamente por el fotógrafo de guerra. Porque negar esta evidencia sería como dejar a nuestros colegas muertos olvidados en el sinsentido ambiguo de la “fotografía documental”. Ellos murieron en la guerra porque eran fotógrafos de guerra. Pensar otra cosa es engañarnos. Personalmente creo que Bob Capa era un fotógrafo de guerra y murió como fotógrafo de guerra haciendo lo que más detestaba pero que era, a la vez, lo que mejor sabía hacer y que le servía de sustento: fotografiar la guerra, con sus miserias y sus reversos hermosos.

En estos tiempos difíciles en los que abunda, también en el terreno fotográfico, el misticismo, lo hipster, lo cool, el amaneramiento formal y de vestuario, lo políticamente correcto disfrazado de políticamente incorrecto o subversivo. En estos días en los que parece que sigue teniendo más valor la imagen que uno da que aquello que realmente es. En estos tiempos de hipocresía en los que, una vez más, la historia la cuenta el que regresa, el que sale ileso –a veces el que ni siquiera ha estado allí-. En estos tiempos de marketing, de pasión por los clics en el “me gusta”; en estos aciagos años de followers y unfollowers, ¿por qué cuesta tanto reconocer aún, como decía Sebastian Junger, que sigue siendo más atractivo un fotógrafo de guerra que un camarero? ¿Por qué cuesta tanto reconocer, sin más misticismos, que la mayor parte de nosotros hemos sido presa del narcisismo y nos hemos dejado llevar hasta la guerra por el “sueño” o por la “oportunidad” al menos en nuestros inicios? Eso no es, en esencia, malo. Haber corrido en busca de la guerra puede haber sido irresponsable o alocado, pero no es intrínsecamente malo. Reconocerlo tampoco. Vivir de ello, tampoco. Es injusto tachar de hipócrita o de interesado a quien vive de acercarnos a la mesa o al ordenador la miseria del otro rincón del mundo. Alguien tiene que seguir hurgando en las cloacas de la humanidad para revolvernos en nuestros plácidos asientos.

Los periodistas deberíamos ser los primeros en abrir de par en par las puertas de nuestra realidad al público. Quizás así, ese mismo público al que estamos anestesiando con disquisiciones acerca de nuestro papel en los conflictos y guerras, comprendería más o mejor nuestro papel, nuestro trabajo. Quizás así, por encima de los “me gusta” de los colegas, el público –el que nos consume-, comprendería que a pesar de la locura hay un mensaje asociado a cada imagen. Quizás si les ayudásemos a ver que actuamos con toda la prudencia posible, que nuestra cobertura para que ellos disfruten de esa información es costosa, tal vez conseguiríamos que fuesen menos reticentes a pagar por nuestro trabajo…o conseguiríamos cierta movilización social no sólo para que dejen de secuestrarnos o matarnos, sino sobre todo para que los medios dejen de usarnos como “económicos ‘conseguidores’ de imágenes baratas”

La gente va a la guerra o a un conflicto porque el número de oportunidades que hay allí para conseguir una “buena” o “impactante” foto se multiplica exponencialmente; y además, esa foto o esa serie de fotos será la que nos permita ver nuestro nombre en los periódicos o revistas lo que, a su vez, nos permitirá tener acceso a más trabajos. Esto requiere también cierto compromiso de responsabilidad por nuestra parte. No podemos transferir a la sociedad la culpa de nuestras irresponsabilidades cuando no adoptamos todas las medidas necesarias de protección o cuando partimos a una guerra sin formación alguna ni siquiera en Primeros Auxilios o técnicas básicas de combate.

A nadie se le escapa que es más fácil acceder a la portada de un periódico internacional con la foto de un conflicto actual que con la imagen de una anciana sentada en un muelle portuario (a no ser que esa anciana sea Messi). Es innegable. La gente consume desgracias y no se trata ahora de llenar de sentido filosófico o epistemológico nuestro trabajo. ¡Claro que tiene sentido cubrir las guerras y los conflictos!. Tiene un sentido moral porque cada imagen cuenta al público distante lo que ocurre en un conflicto. Tiene sentido porque en este mundo globalizado el público puede elegir la perspectiva desde la que quiere abordar el problema. Tiene sentido porque la imagen sirve de testimonio documental muchas veces (aunque no todas) más veraz que un documento escrito o un testimonio oral. Una imagen puede no dejar lugar a la interpretación más allá de si está o no manipulada. La imagen de una fosa común de un campo de exterminio llena de cadáveres esqueléticos no está sujeta a interpretación. Pero estas fotografías también tienen un sentido laboral. El carácter impactante de cada imagen aumenta tus posibilidades de éxito y ese, hay que reconocerlo, es el motor que nos ha movido y nos mueve a muchos a cubrir esos conflictos.

No se trata de ser bueno o malo. No consiste en ser más o menos fotoperiodista. No se trata de justificar el “todo vale”. No hay fotoperiodistas de primera y de segunda. No todos los fotógrafos de guerra son los mejores fotoperiodistas ni tampoco todos los fotoperiodistas están deseando irse a la guerra. En un mundo en el que todo tiende a ser etiquetado, aceptar una etiqueta no tiene por qué implicar una conducta anómala ni deshonesta. Sobre todo si nosotros mismos hemos contribuido a dotar al fotoperiodismo de guerra de ese halo especial que, guste o no, tiene.

Hay que reivindicar al fotógrafo de guerra precisamente por el fotógrafo de guerra. Porque negar esta evidencia sería como dejar a nuestros colegas muertos olvidados en el sinsentido ambiguo de la “fotografía documental”. Ellos murieron en la guerra porque eran fotógrafos de guerra. Pensar otra cosa es engañarnos.

Huida de refugiados sirios desde Aleppo (Siria) © Czuko Williams

Tal vez debamos replantearnos también que ya no vale decir que ir a la guerra es caro, que ya no vale renegar de las coberturas empotradas –que te restan amplitud de miras pero te ofrecen cierta seguridad-, que ya no es “tan rentable” ir de farol y jugar esta partida sin llevar cartas; que ya no es rentable confiar en que alguien nos dejará un casco o un chaleco antibalas, o que si nos hieren, alguien se hará cargo de nosotros, de nuestra repatriación, de nuestro rescate…

Y sí, tal vez debamos reivindicar que somos fotógrafos que cubrimos fundamentalmente conflictos o guerras y que por ello somos fotógrafos de guerra, porque eso no es malo, ni menos digno que ser fotógrafo de moda. Sencillamente hay que ser humilde y sincero y reconocer que un día pensamos que allí las posibilidades de éxito eran enormes, pero que hoy esas posibilidades son tan grandes como las de ser secuestrado o morir y que hacemos esto porque creemos en ello y porque alguien tiene que hacerlo…Porque si nadie contase lo que ocurre en los lugares más atroces, simplemente dejaría de trascender y seguiría ocurriendo en silencio, con impunidad, sin notarios ni documentos que un día pudieran usarse para solucionar el caos o sencillamente para buscar a los responsables.

Hoy necesitamos más que nunca a los fotógrafos de guerra. Necesitamos que estén allí, que nos cuenten lo que pasa. Que nos lleven a la nausea con sus imágenes impactantes y duras. Necesitamos seguir entendiendo que la guerra no es hermosa, que la guerra no es ese espacio bello de líneas de luz divergentes, de haces de ruinas convergentes. Necesitamos seguir golpeando el cerebro de las personas buenas para impedirlas que olviden que la guerra es sucia, cruel, inhumana. Necesitamos seguir molestando a los poderosos, a los magnates de la guerra, a los sicarios de la voluntad. Necesitamos retratarles para que el mundo no olvide jamás que son unos asesinos.

Pero también puede que sea el momento de dejar que otros jueguen su papel en su propia tierra y empiecen a hacernos ver “su guerra”, sin que sea el sempiterno Occidente blanco, demócrata, civilizado, el que descubra “la verdad”-su/nuestra verdad- a través de fotografías o crónicas. Quizás sea tiempo de abandonar el “occidentalocentrismo” que nos ha obligado a creer que sólo es cierto lo que publican determinados medios “de prestigio”, generalmente los mismos por los que haríamos cualquier cosa para estar en su plantilla, o por ser presentados por ellos a un Pulitzer o un World Press Photo. Hay espacio para todos. Pero aún debería haber espacio para más.

© Czuko Williams. All rights reserved. Not copy allowed


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