El caldo de cultivo
Kathmandu after earthquake. May 2015
(C)Czuko Williams
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De mis años preuniversitarios, recuerdo mi pasión por la química y la biología. Tiempos en los que, aprovechando las placas de Petri, aprendía a crear colonias imposibles de todo tipo de seres que luego escrutaba con atento interés bajo el microscopio. Andanzas nostálgicas de la rebotica del abuelo y tiempos de “caldos de cultivo”.
Luego, corriendo el tiempo, me dio por someter a una particular e invisible placa de Petri todo lo que iba aprendiendo en la Facultad de Letras. Nuevos tiempos de confabulaciones fabulosas en las que tirios y troyanos se unían en esperpénticos análisis globales aplicados, quizás no con todo el rigor debido, a la Historia. Tiempos nuevos para nuevos “caldos de cultivo”.
Al final, en contra de la idea moderna de mis colegas de departamento y de los compañeros de café con “mitin”, descubrí que estaba más cerca de los postulados de la “teoría espiral” de Giambattista Vico y de los desarrollo hegelianos y marxistas del materialismo cultural que de las nuevas ideas que advertían de la “linealidad” de la Historia de los postprocesualistas. Esto provocaba hilaridad y asombro entre mis colegas que me tachaban de materialista, aún cuando ni yo mismo entendía bien qué significado o alcance tenía aquella acusación.
Hoy, casi dos décadas después, no alcanzo a saber si soy más ecléctico, heterogéneo o sencillamente heteróclito. Pero lo que tengo por muy cierto es que, tras miles de análisis, lo cíclico se me antoja cada vez más real, más purgativo y más purificador.
Me repugna, no puedo negarlo, el hecho mismo de que esta concepción circular, cíclica, de la Historia me obliga a desligarme muchas veces de mi sentido pacifismo. Lo cíclico reniega de lo pacífico y lo relega al estadio último de un deseo humano, moral, candoroso y lleno también del pesar que ofrece la visión desolada de una Humanidad marcada por la guerra. Por todas las guerras, desde aquellas primitivas matanzas de Talheim hasta la (no) guerra de Ucrania o la (no) guerra de Siria. He ahí el nuevo “caldo de cultivo” que me tiene absorto y deprimido.
Jarabulus/Karkamis Check Point (Syria) Dec 2012
(C)Czuko Williams
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Nada nuevo bajo el sol. Y ahí entra en juego el mito…o mejor aún, la concepción mítica de la Historia tal y como Vico la mostraba en su “Ciencia nueva” en ese triple ciclo vital insoslayable de las etapas heroica, divina y humana.
Cuando los colegas me tachaban de clásico en exceso y me echaban en las narices el peso que las culturas dhármicas o me llamaban, con cariño, el nuevo Hesíodo, yo no podía menos que reírme para mí. Todos ellos, tan modernos, se dejaban llevar luego por la dialéctica y en sus “mítines” de café, hablaban (y siguen hablando) de la aristocracia, la democracia y la monarquía o debatían (y siguen debatiendo) sobre oligarquía, demagogia y tiranía, glosando a Platón (a veces sin saber de su querencia cíclica). A mí no se me quitaba de la mente el “Mito del eterno retorno” de Elíade y me acercaba, poco a poco, a la comunión con la dinámica histórica de Turchin o la macrodinámica social de Korotayev. Y ahí estaba la esencia de este nuevo “caldo de cultivo” que nadie desea ver y que a fuerza de no nombrar han querido volver invisible a los demás.
El “pesaroso latigazo de los años 30”, como he venido en denominar esta etapa extraña de análisis en la que habito, debía de tener cierto parecido con el sentimiento que experimentaron Zweig y sus contemporáneos de entreguerras al enfrentarse a la nueva barbarie nazi. Nada parecía haber aprendido la humanidad después de Verdún y el Somme. Después de la barbarie, era imposible nada peor. O eso parecía.
Pues eso, nada nuevo bajo el sol. Las viejas naciones desgastadas, vestidas con nuevas sedas, se asemejan cada día más al cuento de Andersen donde el viejo rey pulula por las calles en pelota viva, convencido por el falaz sastre de que viste las más lujosas telas de Europa. Y en este novedoso y “viejuno” “caldo de cultivo”, Oriente, la cuna de esta loca Humanidad, se enroca en el “eterno retorno” e inflama su dialéctica y su pérfida retórica para obligar a los Estados occidentales a lanzarse a una nueva guerra que, no por no deseada es ya menos global o real.
De la “guerra asimétrica”, invento insulso de los asesores de inteligencia más certeros, debemos pasar a la aceptación del escenario de la “nueva guerra” casi por imposición. Y lo que más enajena, es que parezca imposible salir de esta espiral crítica. Como si la paz no tuviese ya un lugar en los cada vez más viciados dictámenes de Occidente o en los cada vez más brutales hechos consumados del autoproclamado Estado Islámico.
Kiev's Euromaidan. Feb 2014
(C)Czuko Williams
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Por dejar de admitirlo, por convertirlo en innombrable, no dejará de ser pertinazmente real el susodicho Estado. Los sesudos políticos de Occidente convencieron al mundo de que, siguiendo a Clausewitz, era imposible hablar de guerra si no se enfrentaban dos o más Estados soberanos. De ahí la pretendida estupidez de Bush y el trío de la Azores al proclamar la no menos estúpida “guerra al terror”. Y de aquellos barros, estamos hoy camino de enfangarnos en unos lodos cada vez más parecidos a los que encontraron, cíclicamente, Napoleón y Hitler en sus campañas rusas…quizás ahora en forma de desierto y arena.
Ahora que el Estado Islámico parece consolidar un territorio en el que ha impuesto su terror y el imperio de “su” ley islámica y vengativa; ahora que hay un líder impuesto y cientos de miles de refugiados huyen de la (no) guerra, todo parece señalar a la necesidad de que Occidente, y en especial Europa empiece a hacer sonar los sables. Así, como si no hubiese ya espacio para la paz, todo parece confabular para que hagamos nuestro el viejo adagio latino “si vis pacem, para bellum”
El nuevo caldo de cultivo parece crecer alocado en esa gigantesca y cada vez más incontrolable placa de Petri que es el Planeta Tierra 2.0 (la vieja “madre” hiperconectada). Desastres naturales, hambrunas, crisis financieras, caídas de la bolsa, emergencias sanitarias y tragedias humanitarias se multiplican por doquier de forma apocalíptica en un empeño por anular el poco oxígeno que queda –o que parece quedar- para la paz.
Y se debate el espíritu analítico ante la duda de hasta qué punto es todo esto real. Pese a la tozuda imagen de los centenares de miles de refugiados sirios, iraquíes y afganos que, como antaño los republicanos españoles o los judíos polacos y alemanes, abarrotan hoy las fronteras (ya invisibles) de la Vieja Europa. Presionando, de forma cíclica, en las mismas fronteras que, por desgaste, dibujaron los perfiles de dos guerras mundiales y varias guerras (in)civiles. Pero huelga decir que la presión “insoportable” del exilio español en la frontera francesa desde 1938 no condujo, por masiva, a una guerra inmediata. Lo que no sabían (o no querían llegar a saber) nuestros abuelos es que huían de una guerra para saltar en la caldera ardiente de otra nueva, masiva, global. Del mismo modo, esta presión de hoy no conducirá a ninguna guerra. No al menos a ninguna que no exista ya (de facto o latente)
Y se debate el espíritu pacífico ante la duda de hasta qué punto es posible detener esta vorágine de ira y fuego que parece cernirse, de nuevo, sobre el mundo. Pese, por ejemplo, a la persistente certeza cíclica de que los aún debilitados Balcanes no podrán (o no querrán) soportar cupos de inmigración que trastoquen su difícil equilibrio étnico. Pese a la contrastada evidencia del repunte de los giros xenófobos en aquellos mismos países que no hace ni cien años aplastaron la decencia humana a paso de oca y quemaban obras de filosofía e historia bajo gritos de júbilo. Pese a la inexorable realidad de un continente asiático debilitado donde sus potencias –reales o imaginadas- empiezan a conjugar retóricas bélicas dentro de un juego de equilibrio cada día más inestable y peligroso. Porque no amenaza realmente quien quiere, sino quien puede. Y hoy por hoy, no está nada claro lo que puede cada cual.
A mediados de los años 30, Europa y Estados Unidos miraban hacia otro lado mientras España se desangraba en un terrible juego en el que medían sus fuerzas las potencias bélicas de la época. Chamberlain, Roosevelt y el mismísimo Blum seguían enrocados en la “no intervención” como deseo vital de evitar una nueva barbarie mundial. Conjugaban sinónimos de paz tras cada nuevo comunicado desesperado de las legaciones españoles leales a la República, como luego harían tras cada nueva y estúpida conferencia con Hitler. España fue, la Historia lo ha demostrado, junto a Abisinia, la placa de Petri donde Hitler, Mussolini y Stalin decidieron crear el caldo de cultivo que llevaría al mundo a la locura unos pocos años después, de nuevo, de forma cíclica, a través de las mismas doloridas y resentidas fronteras de hoy. Mientras Chamberlain luchaba y cedía por la paz, España se desangraba a través de sus fronteras y Alemania y Rusia cerraban pactos de reparto del pastel europeo. La Historia parecía repetirse. La paz parecía imposible. Como hoy.
Hoy, estamos igual. Cíclica, circularmente igual. La presión insostenible en las fronteras. La (no) guerra llamando a las puertas por detrás de esa masa inmigrante carente de derechos, de esperanza y aún así, anhelante de un futuro que también les corresponde. El miedo al diferente, apaciguado cuando los flujos migratorios se sujetan a lo que entendemos por “normalidad”, arrecia y regresa, como un “eterno retorno” incluso a aquellos que no son impermeables a las miserias humanas. La Historia, pertinaz, impenitente, se empeña en ser diferente al agua que no mueve dos veces el molino (a no ser que circule en un circuito cerrado). ¿Y no será tal vez, la Historia, como esencia a la par lineal y cíclica, una suerte de devenir que discurre por el circuito cerrado –eterno e inconmensurable, pero cerrado al fin y al cabo- del tiempo?
Si no lo fuese. Estaríamos salvados. Pero, entonces, Verdún o el Somme no se habrían repetido en las riveras del Manzanares o el Ebro, ni en las playas de Normandía e Iwo Jima. Tampoco Corea, Vietnam o los Balcanes habrían visto pasar las mismas aguas rojas, teñidas del mismo dolor y la misma desesperanza. Porque la Historia, sea cíclica o eternamente lineal, se empeña en escribirse con la sangre de aquellos que se van quedando en el camino. Aún cuando sean sus vencedores quienes la acuñen. Pues no en vano, acuña el vencedor, sobre el mito del vencido. Mito éste también de eterno retorno. Porque al final, por isostasia, el vencido reclama desde su tumba, la porción de historia que le robó el vencedor.
Si lo fuese. ¿Estaría todo perdido? De cada guerra se dijo siempre que era diferente y “peor” que la anterior. Ahora que ya no funcionan los fantasmas nucleares que los “padres de la patria” inventaron para conjurar los miedos de la nueva guerra. Debemos pues estar prestos para inventar nuevos temores que nos permitan alejarnos de la locura pertinaz y dolorosa de la guerra. Ahora que tantos empiezan a llamar a la desesperanza; ahora que incluso los más optimistas nos empeñamos en empezar a ver el lado –curiosamente circular- más pesimista del futuro. Ahora es más necesario que nunca el canto al sentido común, a la paz y al entendimiento. Asumiendo, quizás, la necesidad de romper los lazos “inmortales” de este neocolonialismo que nos arrogamos una parte de la civilización para decirle a la otra qué debía y qué no debía hacer. Quizás, con mucho dolor, debamos comprender que no sólo hay que abandonar la vorágine de las materias primas, sino esa idea absurda de la pandemocracia. Quizás sea este el momento en el que debamos dejar caer las fronteras, como en los tiempos del “Grand Tour”, cuando como señalaba Zweig, no era necesario pasaporte alguno para ser ciudadano del mundo. El momento de abrir nuestros “paraísos democráticos” a aquellos que sufren la presión insostenible del nuevo fascismo en cualesquiera de sus formas de intransigencia y agresión. ¿Por qué deberíamos hacerlos? Sencillamente porque somos responsables de haber pregonado que hay un mundo mejor. Responsables de haber querido obligar a los demás a vivir bajo las mismas condiciones políticas y sociales que nosotros, aún cuando fuesen tan diferentes nuestras reglas de juego. Responsables de mostrar al mundo, día tras día, un paraíso irreal de lujo y diversión. Responsables de muñir el genocidio a cambio de un puñado de toneladas de petróleo, diamantes, coltán o vaya usted a saber qué nueva materia teñida de sangre en su origen y usada para tejer nuestro “bienestar” unos miles de kilómetros más lejos.
Ratna Park Refugees' Camp -Kathmandu May 2015
(C)Czuko Williams
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No se trata de seguir convirtiendo a las oenegés en empresas dedicadas a labores de captación que tapan con nuestros donativos, realizados, paradójicamente, a través de móviles cuya materia prima está cargada de sangre, desigualdad y muerte desde su origen. No se trata de que esas oenegés sigan creando infraestructuras de “bienestar” para deslocalizar nuestra responsabilidad. No se trata de multiplicar exponencialmente la ayuda, sino de que la ayuda llegue a quien tiene que llegar y donde tiene que llegar. Sin más labor misionera, proselitista o aparentemente “educativa”. No hay mejor hermano mayor que el que te abre la puerta de su casa y te invita a entrar, a consumir sus mismos alimentos y a comprender que, quizás, estamos viviendo desde hace siglos, muy por encima de las necesidades de aquellos a quienes explotamos –consciente o inconscientemente- en pos del incremento de nuestro ilusorio y estúpido “estado de bienestar”
La Paz. ¡Qué cara se vende ahora que tratan de convencernos de que estamos ya salvados…o al borde mismo de la salvación! Y cuán poco cuesta comprender que, cuanto más insisten los próceres en reconocer lo bien que está todo, más vamos aproximándonos a la imagen de Voltaire y antes comprendemos que el optimista, como señaló Cándido a Cacambo, no es más que aquél que se obstina en defender con vehemencia que todo está bien cuando está mal.
Y si de veras todo gira y esta rueda elíptica que es la Historia se empeña en volver a pasar sus ruedas dentadas por la misma senda, ¿merecerá la pena caer en la indolencia o la inacción? Muy al contrario. Ahora es cuando hay que mostrarse más activo, menos indolente, más comprensivo –incluso con la fatalidad de nuestra Historia- Porque si ha llegado la terrible hora de recoger los frutos que plantamos tras la última guerra global, o si tenemos la capacidad de ver, con preclaro anticipo, esa llegada, también deberemos tener la fortaleza de aceptar los acontecimientos futuros.
A los que siguen gritando, amarrados a alguna absurda bandera, “si vis pacem para bellum”, les exhortamos a “cultivar la huerta”, pues tenemos la certeza “pesimista” del turco que, como Cándido señaló al Doctor Pangloss y a Martín, veía en el trabajo el bálsamo que alejaba de él y su familia los tres grandes males existentes en el mundo: el aburrimiento, el vicio y la necesidad. Cultivemos pues la huerta de la Paz.